por Ratoner
Anoche, en el café de Pombo, la tertulia bullía como un puchero. Entre volutas de humo y el tintineo de las tazas, alguien sacó a colación a Valle-Inclán, el genio de la barba puntiaguda y las palabras afiladas. «¡La bohemia es su reino! —exclamó Manolo, el pintor, con un gesto teatral que casi tira el anís».
Valle, con sus lentes de miope y su aire de hidalgo arruinado, parecía encarnar esa vida desordenada y libre. Contaban que, en Madrid, entre tabernas y corralas, urdía sus esperpentos mientras sobrevivía a base de café y sueños.
«Su bohemia no es solo pobreza —dijo Clara, la poetisa—, es un desafío al burgués, una burla al mundo que se toma en serio». Y todos asentimos, porque Valle, con su pluma, convertía lo sórdido en arte.
En Luces de bohemia, que algunos ya habían devorado, retrataba esa España de charanga y pandereta, pero también la dignidad del artista hambriento.
«Max Estrella es él mismo —terció Pepe, el periodista—, un ciego que ve más que todos». Reímos, porque era verdad: Valle, con su ironía, desnudaba las miserias del poder mientras apuraba un caldo en cualquier figón.
La bohemia de Valle no era solo Madrid; era París, México, ese hambre de mundo que lo llevaba a vagar sin un real. «Pero siempre elegante, ¡el dandi del desdén! —bromeó Manolo». Y es que, aun sin blanca, Valle paseaba su levita raída como si fuera un rey.
La noche avanzó, y entre risas y algún verso suelto, brindamos por don Ramón, el bohemio que hizo de la miseria un espejo de verdades. «¡Por Valle, que nos enseñó a reírnos de nosotros mismos! —gritó Clara». Y el café rugió.
IA: Grok
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